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lunes, 14 de julio de 2014

Carta del Indio Seattle al Presidente Franklin Pierce en 1855





De Wikipedia: Jefe Seattle (también SealthSeathl o See-ahth) (circa 1786 – 7 de junio de 1866) fue el líder de las tribus amerindias suquamish y duwamish en lo que ahora se conoce como el estado de Washington de los Estados Unidos. Siendo una figura prominente entre su gente, se convirtió al catolicismo y buscó un camino de acomodación para los colonos blancos, teniendo una estrecha relación personal con David Swinson "Doc" MaynardSeattle, Washington, tomó su nombre del jefe por sugerencia de Maynard.
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En una publicación trimestral india, valorando el legado del jefe Seattle, Phillip Howell, líder de los klallam, se dice que pensaba de él que era «un indio de corte inferior, una broma entre los nativos» y, lo que es peor, «un cobarde y un traidor» por haber llevado a cabo las negociaciones del tratado y cedido las tierras indias al hombre blanco. Un punto de vista diferente es citado por Peg Deam, una especialista en desarrollo cultural del Concilio Tribal Suquamish. Ella fue citada diciendo que el jefe Seattle «fue puesto en una posición donde tuvo que hacer elecciones muy difíciles y en última instancia dañinas. Se rompieron muchos corazones porque el estilo de vida de los suyos fue cambiado completamente. Los colonos hicieron que los nativos se movieran a pequeños trozos de tierra, separados los unos de otros. Pero como líder y con lo que pudo prever en su momento, creo que hizo la elección adecuada». [2]

Murray Morgan subraya en Skid Road que un jefe del área de Puget Sound era meramente «un hombre rico con cierta elocuencia, un hombre cuyas opiniones llevaban más peso que las de los compatriotas de su tribu», más que un líder hereditario. También señala que el jefe Seattle fue excepcional porque dejó su huella como guerrero, pero ante todo fue un servidor para la paz.
En la tumba del jefe Seattle se puede leer: «Seattle, jefe de los suquamps y tribus aliadas, murió el 7 de junio de 1866. Firme amigo de los blancos, y por él la ciudad de Seatlle fue nombrada por sus fundadores». En el reverso: «Nombre bautismal: Noah Seath, de probablemente 80 años de edad».
(El registro sacramental de aquellos que seguramente bautizaron a Seattle, de la María Inmaculada en la misión de St. Joseph Newmarket, cerca de Olympia, ponen su nombre como Noe Siattle).
El siguiente documento es la carta que envió en 1855 el jefe indio Seattle de la tribu Suqwamish al presidente de los Estados Unidos Franklin Pierce en respuesta a la oferta de compra de las tierras de los Suqwamish en el noroeste de los Estados Unidos, lo que ahora es el Estado de Washington. En numerosos ámbitos ecologistas se le considera como "la declaración más hermosa y profunda que jamás se haya hecho sobre el medio ambiente". El Gran Jefe Indio Seattle le dio esta respuesta:

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los oscuros bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo.
Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas, en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra y, asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas, el venado, el caballo, la gran águila, estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos esta pidiendo demasiado. También el Gran Jefe nos dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. El se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros.
    
El agua cristalina que corre por ríos y arroyuelos no es solamente el agua, sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos, cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos, y por tanto deben tratarlos con la misma dulzura con se trata a un hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. El no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Le secuestra la tierra a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.

No sé, pero nuestro modo de vida es distinto al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos de un piel roja. Pero quizá sea porque el piel roja es solo un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o cómo aletean los insectos. Pero quizá también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido sólo parece insultar nuestros oídos.
                Y después de todo, para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras, ni las discusiones nocturnas de las ranas en el borde del estanque?. Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie del estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de los pinos.

El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento, la bestia, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira, como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.












Por ello, consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré esta condición, que el hombre blanco trate a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual, porque lo que le suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado.
Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos. Esto sabemos, la tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos, todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. El hombre no tejió la trama de la vida, él es sólo un hilo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo.

Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, no queda exento del destino común. Después de todo quizás seamos hermanos. Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco descubra un día, nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece, lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan, pero no es así. Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y si se daña se provocaría la ira del creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos.
                Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que, por algún designio especial, les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia.”




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